jueves, 17 de septiembre de 2015

La cueca prohibida



“¡Ustedes acá no entran!”, gritó el obispo y los policías le hicieron caso y quedaron paralizados.
Afuera llovía como nunca y los feligreses se habían refugiado en la capilla de Ahilinco, creyendo que la fiesta de la Virgen de Lourdes (patrona de los arrieros) finalmente se frustraría.
Los policías estaban impacientes y no sabían qué hacer. La orden era impedir que se cantaran o bailaran cuecas porque en febrero de 1978 las relaciones con Chile estaban más que tensas a raíz de la decisión argentina de declarar nula una decisión de la Corte arbitral que entregaba las islas Lennon, Picton y Nueva al vecino país.
El sentimiento anti chileno era tal que un comisario de Las Ovejas ya había prohibido las enramadas, las cuecas y todo lo que tuviera origen trasandino para la fiesta de San Sebastián, que se celebró en enero. Y esa misma orden tenía vigencia para esta nueva festividad.
Tal directiva parecía insólita teniendo en cuenta que en el norte de Neuquén el 90 por ciento de la población tenía algún parentesco o al menos una amistad con alguien oriundo de Chile.
Jaime de Nevares, el obispo de Neuquén, estaba en conocimiento de estas directivas tan absurdas y ya había tenido varios cruces de palabras con las autoridades de aquel entonces. Pero ese día estaba particularmente furioso porque los feligreses querían festejar el día de la Virgen dentro de la capilla y la Policía quería controlar que no sonara ningún ritmo “foráneo”. Mucho menos que se hiciera un baile.
Terminada la misa, los parroquianos comieron el asado que se había preparado para el festejo dentro de la capilla porque había sido el propio De Nevares el que los había invitado a refugiarse de la lluvia.
Afuera, los dos policía trataban de explicarle a los gritos al obispo que ellos habían recibido órdenes superiores y que las tenían que cumplir.
“Fuera del alambrado hagan lo que quieran, pero del alambrado para adentro es tierra de mi Iglesia y yo soy el responsable único… Y aquí vamos a seguir la reunión, el asado y la fiesta”, fue la última palabra de Don Jaime cuando se asomó y vio a los dos milicos montados a caballo completamente empapados y desorientados.
“Pero, Señor Obispo… a nosotros nos mandan….”, fue el último intento.
“Bueno, vayan y díganle a su Jefe que yo no los dejo entrar, ni aunque venga él….”, replicó el sacerdote furioso como nunca y con un portazo de remache a la discusión.
Los presentes habían escuchado los gritos y esperaban silenciosos dentro de la capilla. En realidad estaban incómodos: primero había una orden policial de prohibir la celebración y fundamentalmente la cueca. Segundo, porque el lugar de festejos era nada más ni nada menos que era la “casa de Dios”.
De Nevares volvió como si nada y apenas miró los feligreses desplegó una enorme sonrisa.
“Andá a buscar alguna cantora que empiece con la guitarra”, le dijo a Isidro Belver, conocido poblador de esos lares y hasta hoy entusiasta historiador y recopilador de las pequeñas historias neuquinas.
La cuestión que Isidro cumplió con la directiva y en pocos minutos se trajo a una cantora con guitarra que comenzó a tocar tímidamente algunos acordes en medio de la expectativa y el silencio. “Pedile que toque una cueca y vos sacá a alguien a bailar para romper el hielo”, volvió a ordenar De Nevares.
La danza popular no era precisamente el fuerte de Isidro, pero ante un pedido del obispo no tenía mucho para pensar.
Así fue que el entonces treintañero invitó formalmente a una de las presentes y en el medio de la capilla comenzó a sacar chispas al ritmo de la cueca, con pasos trabados y dubitativos, pero contagiosos.
La intuición de Don Jaime fue realmente acertada. A los pocos minutos, decenas de parejas siguieron a los danzarines y la capilla se transformó en una verdadera fiesta que se extendió hasta entrada la noche.
Afuera, pasados por agua y con más preguntas que respuestas, los policías se retiraron al galope para dar las malas nuevas a sus superiores.
Le dirían a la jefatura que en Ahilinco el obispo se había declarado en rebeldía. Y lo peor, que en la capilla, después de la misa, la gente comió asado, tomó vino y bailó la cueca.

Ilustración: Carlos Isola.

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