El cura miró al novio y a la novia, mientras leía los mandamientos de
la Iglesia a quienes estaban a punto de contraer matrimonio.
Cada tanto hacía una pausa en su lectura para levantar la vista y
mirar a la pareja, en medio del profundo silencio que había en la
capilla de Andacollo, pese a que el recinto estaba prácticamente colmado
por familiares y amigos de los novios.
Manuel Bucarey, poblador rural de la zona de Manzano Amargo, había
recibido de los padres de la novia la responsabilidad de desposarla y
convertirla en una mujer de familia. En la década del 30, prácticamente
no se tenía demasiado en cuenta la opinión de la mujer si su padre creía
que tal fulano era un buen candidato para que la acompañe de por vida.
Lo importante era que el hombre tuviera una buena posición. El amor
podía llegar con el tiempo.
Bucarey, a quien apodaban el “Albino” por su cabello blanco, su piel
rosada y sus pestañas casi transparentes, era reconocido por ser un
hacendado que con frecuencia se dedicaba a la compra y venta de animales
tanto en Argentina como en Chile, por lo que su lugar de residencia era
un poco en cada pago, dependiendo cómo anduviera el negocio. Por su
actividad comercial y ganadera tenía un buen pasar.
Una vez finalizada la introducción de los votos matrimoniales, el
cura volvió a levantar la vista y con un tono aun más solemne se dirigió
a la novia con la pregunta que todos los asistentes estaban esperando:
“¿Aceptas a Manuel como legítimo esposo, acompañarlo en la enfermedad y
en la salud, hasta que la muerte los separe?”. Un nuevo silencio se
apoderó de toda la capilla hasta que la novia contestó con un “no” seco y
contundente que sonó como un disparo y rebotó con eco en cada rincón
del salón.
Un masivo “Ohhhhhh”, mezclado con cuchicheos comenzó a escucharse de
inmediato para la sorpresa del novio y del curita que había llegado de
Chos Malal, como lo hacía frecuentemente para casar a las parejas de
otros pueblos.
Antes de que el sacerdote intentara repreguntar, la novia pegó media
vuelta y finalmente se escapó de la capilla con tranco apurado,
arrastrando el vestido.
Pese a la embarazosa situación, Manuel no se inmutó. Y después de
pensar un minuto, se dio vuelta y enfrentó a los presentes para lanzar
una pregunta aun más desconcertante: “¿Alguna de las damas aquí
presentes, quisiera acompañar de por vida en matrimonio a este novio
abandonado?”
Otra ola de murmullos y exclamaciones volvió a inundar el salón
religioso, hasta que de uno de los bancos se escuchó una voz serena,
pero firme. “Yo acepto”.
La que aceptaba la propuesta era Dominga Fernández, una joven que
todavía era soltera y se apiadó de la incómoda situación en la que había
quedado el novio.
La muchacha se levantó de su asiento, cruzó toda la capilla seguida
por centenares de ojos curiosos y se subió al altar para que el curita,
que a esa altura estaba al borde del colapso, reanudara la ceremonia.
La declaración pública de amor que realizó la mujer, al aceptar la
propuesta, finalmente se convirtió en un lazo sentimental indestructible
que unió a la pareja durante toda la vida.
A lo largo de los años, Dominga y Manuel se radicaron en la zona,
tuvieron muchos hijos y juntos colaboraron para el desarrollo del
siempre postergado norte neuquino.
Los testimonios de quienes los conocieron dicen que fueron muy
felices y que, cumpliendo los mandatos que les encomendó el curita,
vivieron juntos muchos años.
Sólo la muerte los separó, cuando ya eran viejos.
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